jueves, 26 de diciembre de 2019

TEATRO

El otro día fui al teatro. Yo, de pequeña (y no tan pequeña) quería ser actriz. Pero lo quería mucho y actuar era una de esas cosas que me hacían sentir bien, muy bien. Por eso, cada vez que entro en un teatro siento algo cálido en el estómago como si volviera a casa por Navidad.

Creo que mi primera gran renuncia en la vida o mi primer signo de madurez/sensatez/cobardía fue renunciar a la idea de vivir del mundo de la interpretación. Pero gracias a que ni siquiera llegué a intentarlo mantengo la ilusión intacta y pienso que igual, algún día, ya jubilada y sin resto de complejos, llegará una oportunidad fruto de la casualidad y a mis setenta y tantos recogeré el Goya a "Mejor actriz revelación". Lo veo.

Pero volviendo al tema. Fui al teatro y viajé en el tiempo. Volví a ser una adolescente dejándose llevar por las emociones, permitiendo que la intensidad de la escena y la penumbra me envolvieran y me penetraran como si aún mi alma lo tuviera todo por aprender.

Lloré por lo que veía y por nada más. Ni por renuncias, ni por fracasos, ni por desamor. Lloré por la vida de otros. Fue liberador.

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